A pesar de que Dios es total soberano y nos podría tratar de una manera esclavizante, Dios nos llama Sus hijos y Jesús nos llama Sus amigos. Tengo aquí escrito que: «Ahora en Cristo todo es por gracia, no porque lo merezcamos.»
Esa imagen sombría y opresiva que Cristo pinta a través de la parábola nos recuerda que así son las cosas judicialmente en el Reino de Dios y que si Dios quisiera tratarnos así, muy bien podría hacerlo. Pero luego debemos darle gracias a Dios que Él nos trata en manera diferente, que por medio de la Gracia que tenemos a través Cristo Jesús podemos aspirar a buenas cosas de parte de nuestro Padre Celestial, a un trato preferencial, a recibir información y enseñanza de parte de Él que compartirá con nosotros todo lo que tiene que ver con Su Reino como dice Juan capítulo 15 versículo 15.
Hay algunos versículos que nos recuerdan de esta imagen maravillosa, de esta idea de que en Cristo Jesús ahora somos hijos, somos amigos, somos miembros fidedignos del Reino de Dios. Dice una Palabra que: «No somos extranjeros ni advenedizos» advenedizos quiere decir como: allegados, como gente que viene de afuera y tiene que buscar un rinconcito allí en la parte periferal del Reino de Dios. Dios nos llama a ser parte integral de Su Reino, a entrar como decíamos confiadamente al Trono de la Gracia.
Recuerdo las palabras de Jesucristo cuando decía: «Yo he venido para que tengan vida y para que la tengan en abundancia.» El Señor no ha venido para extraernos provecho y exprimirnos sino que todo lo contrario, es para darnos vida, para infundir valor en nosotros, para sacar todo lo bello y todo lo noble de nuestra existencia.
Hay un pasaje en Romanos 8 que dice que: «El que entregó a Su Hijo por nosotros ¿cómo no nos dará también juntamente con Él todas las demás cosas?» En otras palabras ese pasaje de Romanos 8 nos invita a pensar que: si Dios dió lo más precioso, lo más costoso que Él tiene, ¿cómo no nos dará también, después de habernos dado eso tan grande, las cosas más pequeñas de nuestra vida? el pan de cada día, nuestro mantenimiento, nuestra salud, los anhelos de nuestro corazón. Comparado con la vida del Señor Jesucristo que el Padre entregó todo eso es absolutamente pequeño.
La medida del amor de Dios es la entrega de Su Hijo, todo lo demás está incluído dentro de eso. Todo lo demás que le pidamos al Padre son detalles, cosas pequeñísimas comparadas con la grandeza del sacrificio de Su Hijo.
Ya hemos dicho que la Palabra del Señor nos invita a acercarnos confiadamente al Trono de la Gracia, no mendigando, no suplicándole al Señor en una forma ser servil, sino pidiéndole al Señor bendiciones con toda la seguridad de un hijo que se acerca a un padre que le ama, y que tiene buena relación con él o con ella.
Efesios capítulo 1 y 2 nos habla acerca de la abundante herencia del creyente. Recordamos esas palabras ¿no? «Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios.» Ahí en Efesios 1 y 2 el apóstol Pablo dice que él ora para que los efesios reciban una revelación especial, un espíritu de sabiduría para que sean capaces de entender cuán grande la herencia, cuán sobreabundante la bendición de Dios para aquéllos que han creído en Jesucristo como su Señor y Salvador.
Es como que Pablo dice que la bendición que Dios nos ha dado es tan grande, tan incomprensiblemente rica y abundante que por nosotros mismos no somos capaces de entenderla. Dice Pablo que se requiere una revelación especial, una dotación de fe extraordinaria para que podamos ser capaces de entender la anchura y la extensión, la profundidad de la bendición de Dios y la herencia que hemos recibido a través de Cristo Jesús.
Y Primera de Pedro capítulo 2 versículos 9 en adelante dice también algo bien precioso, dice: «Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios.» Qué bella esa imagen tan abundante en su positividad. Somos un linaje escogido, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios. En otras palabras ustedes ven esas imágenes, ahí no hay nada de ese siervo inútil, ese siervo que no tiene ningún valor, ese siervo que no merece ninguna información o explicación de parte de su Señor.
Aunque eso es cierto como decíamos en una manera judicial, la realidad existencial de nuestra vida es que Dios nos trata en una forma preferencial, somos realeza ante los ojos de Dios. Y añade Pablo: «Para que anunciéis las virtudes de aquél que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no érais pueblo pero que ahora sois pueblo de Dios, en otro tiempo no habíais alcanzando misericordia pero ahora habéis alcanzado misericordia.»
Ahí tenemos las dos caras de la moneda de la identidad del creyente. En un tiempo no éramos pueblo, en un sentido ahora somos en realidad como esa persona que no merecía ninguna bendición pero que ha sido tomada y entrada en una ciudadanía espiritual. Pero por otra parte hemos alcanzando misericordia y somos pueblo de Dios, y no cualquier pueblo sino un pueblo adquirido con sangre preciosa por medio del sacrificio del Señor Jesucristo en la cruz del calvario, todo por la bondad de Dios.
Yo digo aquí que: «debemos ser profundamente agradecidos y amar a Dios con todo nuestro corazón. Debemos servirlo con todo entusiasmo y darle la totalidad de nuestras vidas. Cuando hayamos hecho todo debemos decir: siervos inútiles somos porque hemos hecho exactamente todo lo que Dios nos pidió que hiciéramos.»
Antes de concluir esta serie se me ocurre que me gustaría discutir con ustedes un último pasaje que se encuentra en Filemón, pero lo vamos a dejar para nuestra próxima meditación, que ilustra de una manera muy gráfica lo que estamos diciendo de esa doble identidad del creyente: siervo inútil y también hijo adoptado, y yo creo que se hará clara la manera en que Dios trata con nosotros por medio de este pasaje que se encuentran en la epístola a Filemón. Mis amados hermanos que Dios les bendiga, y hasta nuestra próxima meditación.