Cuando Ud. vea a un cristiano con gozo, tranquilo, tardo para la ira, piadoso y amoroso con su prójimo, puede estar seguro que está en presencia de una persona que ora, que anda en el Espíritu y que permanece en el Señor. El cristiano que vive una vida de oración hermosea su semblante y la paz de Dios se desborda visible en toda su acción. Una vida de oración transforma la mente y el corazón, afirma la fe y la materializa, haciendo evidente la obra del Espíritu Santo. Oramos al Padre en el nombre del Hijo y cuando hablamos con el Hijo, el Padre está presente y el Espíritu también.
Por el contrario, cuando Ud. vea a un cristiano airado con frecuencia, insufrible, irascible, frenético y descontrolado en sus actos, ore por él o ella, porque esa es una señal evidente de que no tiene una vida de oración y esos pecados no le dejan prosperar espiritualmente, no ha producido frutos espirituales en su vida cristiana, o dan frutos por temporadas, según las circunstancias y los tiempos. Si todo marcha bien, producen frutos; si parece que todo va mal, aun conociendo que Dios está en el control de todas cosas, no fructifican. El amor, gozo, paz, fe, bondad,…y dominio propio afloran como las musas, es decir de vez en cuando, sólo cuando se busca “inspiración” ocasional en la vida cristiana y todo alrededor parece sonreír.
Pero Dios bendice a los hijos que entienden la necesidad de orar en todo tiempo y lugar, con motivos que edifican el carácter y glorifican su nombre. La oración no salva, la oración en sí no es nada comparada con la inmensa necesidad que se siente al estar conectado con el Señor en pensamiento y devoción. Una vida de oración renueva la comunión con el Padre y con los hermanos de la fe. ¿Se acuerdan del show histérico que montó el fariseo frente al publicano? (Lucas 18.11). Cuando estamos conectados permanentemente con el Padre se cumple aquello que dice el mismo Dios en su Palabra: “…De la abundancia del corazón habla la boca” (Mt 12.34). La boca sólo habla, pero es el corazón el que dicta las palabras que proceden del Espíritu.
La vida de oración tiende a moldear el carácter y a fundir las perspectivas divinas del hombre piadoso sobre el molde del carácter del mismo Cristo.
Es cierto que cuando somos bebés en Cristo tenemos temor a orar (en público). -`Que ore Manuel, que lleva años en el evangelio y si sabe orar bonito`-, se exclama con frecuencia. El pastor se levanta y dice.-`Le pedimos a la hermana María que ore por…` y comienza María a temblar de la cabeza a los pies. Es lógico…y hasta necesario pasar por esos momentos que nunca se olvidarán. Pero recuerda, Dios no tiene en cuenta si la oración va ungida de versículos bíblicos o de un perfecto “cristianés”, sino el corazón que la derrama con sinceridad y sumisión reverente. “…No sabemos orar como debiéramos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles” (Ro 8.26). ¡Qué consuelo para nosotros!
Para orar hay que creer. “Por eso les digo: Crean que ya han recibido todo lo que estén pidiendo en oración, y lo obtendrán.” (Marcos 11.24)
Si la fe no avienta la oración, puede ocurrir que se convierta en un simple discurso de palabras que vienen a la mente y se declaman automáticamente. La oración que nace del corazón eleva a nuestra humanidad hasta un plano espiritual en el que se percibe el rostro de Dios. Dice la Biblia que cuando Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas de Ley, de su rostro salía un haz de luz por haber hablado con el mismo Dios (Éxodo 34.29). Mientras Jesús oraba en el monte de la transfiguración, su rostro se transformó y su ropa se tornó blanca y radiante. (Lc 9.29).
La vida de oración hermosea el rostro, ilumina el camino del cristiano y transforma el corazón. ¡Qué nuestras bocas declamen alabanza y gloria al que vive por los siglos!
¡Dios bendiga su Palabra!