Una inmensa multitud estaba contemplando al famoso equilibrista Blondín cruzar las cataratas del Niágara un día en 1860. Cruzó numerosas veces—una travesía de mil pies, a 160 pies de altura sobre las aguas tormentosas. Y no sólo cruzó; lo hizo empujando una carretilla. Un niño miraba la proeza con evidente asombro. En uno de esos cruces, Blondín miró al niño y le preguntó: “¿Tú crees que yo podría cruzar a una persona dentro de la carretilla sin caerme”? “Sí, señor”, respondió el niño. “Estoy seguro que sí”. A lo cual Blondín contestó: “¡Pues súbete, hijo”!
Una cosa es declarar con la boca que creemos. Otra cosa es creer lo sufuciente como para actuar conforme a la confesión que hemos hecho. Muchas veces, nuestras declaraciones piadosas carecen de la profundidad y definición necesarias para calificar como fe. Cuando los discípulos le pidieron a Jesús que les aumentara la fe, el Señor les respondió, «Si tuvierais fe como un grano de mostaza, podríais decir a este sicómoro: Desarráigate, y plántate en el mar; y os obedecería» (Lucas 17:5). En otras palabras, para Jesús, ¡los discípulos no tenían ni siquiera la poca fe que ellos pensaban que tenían!
Tenemos que pedirle al Señor que lleve nuestra creencia mental y genérica al estado de profunda convicción y madurez espiritual que le permita calificar como verdadera fe. Nuestras débiles afirmaciones de fe tienen que llegar a ese estado del cual habla el escritor de Hebreos: «Es pues la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve» (Hebreos 11:1).
La verdadera postura de fe es la matriz dentro de la cual se pueden gestar los milagros del Señor. Tiene que haber una matriz abierta y expectante para que la vida de Dios pueda engendrarse en nuestro ser. Es importante que si nos acercamos a Dios, creamos que El es fiel, y que El recompensa y galardona a los que le buscan.