
Este salmo es un suspiro del alma herida, pero también un canto de esperanza. El salmista no es ajeno al dolor ni a la aflicción. Ha llorado, ha sentido el peso de los días difíciles, pero en medio de todo, eleva una súplica sincera: “Aumenta tú mi grandeza, y vuelve a consolarme.”
Lo maravilloso de este clamor es que va acompañado de una promesa: “Yo te alabaré.” No una alabanza vacía ni automática, sino una nacida del alma que ha sido tocada por el consuelo divino. La lágrima da paso al sonido del salterio, al arpa que canta la fidelidad de Dios.
A veces nuestras propias lágrimas se convierten en el preludio de un nuevo canto. Dios no solo restaura —Él enaltece, consuela y transforma el quebranto en melodía. Y cuando su paz nos envuelve, la respuesta natural es rendirle adoración.
Hoy, aunque tu instrumento esté en silencio y tu voz apagada por el dolor, recuerda: el Santo de Israel sigue escuchando. Llama como el salmista y dile: “Vuelve a consolarme.” Muy pronto, tus lágrimas serán notas de una canción nueva, y el arpa sonará otra vez.
Señor, toma mis lágrimas y transformalas en alabanza. Aumenta tú mi grandeza, no para mi gloria, sino para que mi vida entera sea un canto que exalta tu fidelidad. Amén.
Que el consuelo y la paz de Dios sean con todos nosotros. Amor y Paz