
El apóstol Pablo dio esa instrucción con una autenticidad nacida de la experiencia personal. Él mismo había estado allí, siendo un perseguidor, asintiendo con aprobación mientras Esteban era ejecutado; las piedras le quitaban la vida a golpes a un fiel seguidor de Jesús. Esteban clamó en sus últimos momentos: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hch 7:60), una oración moribunda que reflejaba el corazón de Jesús, quien en la cruz dijo: «Padre, perdónalos» (Lc 23:34), adhiriéndose a Su propio mandato de «oren por los que los persiguen» (Mt 5:44).
Con cada piedra que le arrojaban, Esteban absorbía los golpes en su cuerpo, pero no respondía con maldiciones, sino con oración. Intercedió por quienes lo herían. En un giro notable, Dios respondió la oración de Esteban al rescatar a Pablo el perseguidor. Pablo mismo llevaría más tarde heridas —algunas físicas, otras emocionales— infligidas por creyentes e incrédulos. Al igual que Esteban, Pablo absorbería este dolor y, mediante el poder del Espíritu, convertiría esas heridas en oración intercesora por quienes le habían hecho daño.
Lo que vemos en estos ejemplos es algo más profundo que el simple perdón. Es intercesión herida: tomar las heridas que otros nos infligen y convertir el dolor en oración.
Todos llevamos heridas
Nadie pasa por este mundo ileso. Cada uno de nosotros lleva heridas, quizás por palabras duras, o tal vez por la traición de un amigo, o el aguijón del rechazo, o la indiferencia, o la invisibilidad de la negligencia. El corazón quebrantado nos moldea de maneras que quizás tardemos en reconocer. Internalizamos el dolor, alimentamos los desaires y revivimos las escenas. Es entonces cuando la amargura puede infiltrarse y envenenar nuestras almas.
La intercesión herida no es una técnica espiritual, es una expresión de vida nueva, un testimonio del poder transformador de la gracia
La solución a la amargura es el perdón, pero seamos realistas. El perdón no es fácil y nunca es barato. No surge de forma natural. Tim Keller explica por qué nos resulta tan difícil:
El resentimiento siempre nos hace sentir moralmente superiores a quien nos hirió, lo cual a su vez hace más difícil desprendernos del resentimiento. Si no ves que tú también eres un pecador que necesita gracia, tu resentimiento te retorció y te contaminará… Si vas a perdonar, debes identificarte con los que hieren debes darte cuenta de que eres pecador junto a ellos y que son seres humanos como tú
John Piper conecta nuestra necesidad de perdón con el llamado de Cristo a perdonar:
No puedo regocijarme de que tu vida dependa por completo de la misericordia inmerecida de ser bendecido por Cristo cuando eras Su enemigo, y luego darte la vuelta y maldecir a quienes te persiguen.
Esto concuerda con la forma en que Jesús nos enseñó a orar: «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores». El perdón de Dios y el perdón a otros van de la mano. Pero ¿cómo?
Convierte el dolor en oración
Perdonar a alguien no significa que finjamos que el dolor no es real. No excusamos la maldad ni barremos el pecado bajo la alfombra. Entonces, ¿cómo empezamos siquiera este camino? ¿Cómo pueden las heridas que llevamos transformarse de una fuente de daño en una fuente de sanidad?
Cuando oramos por quienes nos han herido, nos unimos a Cristo en Su obra de intercesión
El camino se aclara en el mandato del Nuevo Testamento de orar por quienes nos han hecho daño. La oración es donde llevamos a Dios nuestras heridas, los cortes, los moretones, las punzadas. Reconocemos los pecados cometidos contra nosotros y luego alzamos nuestras manos heridas al Espíritu, en quien confiamos que puede transformar el sufrimiento en compasión.
Cuando oramos por quienes nos han herido, nos unimos a Cristo en Su obra de intercesión. Solo piensa: Jesús ora continuamente por nosotros: tú y yo, todos somos responsables de las heridas que Él recibió en la cruz. Nuestras heridas, unidas a Cristo, pueden llegar a ser como las Suyas, ya no una marca de derrota o desesperación, sino un canal de gracia hacia los quienes no la merecen. Cuando bendecimos a quienes nos maldicen y oramos por quienes nos hieren, confiamos en que nuestras heridas, en las manos de Jesús, pueden transformarse en oraciones que el Espíritu puede usar para traer sanidad no solo a nosotros, sino también a nuestros enemigos.
Esa fue la oración de Oswald Chambers, que «no solo experimentemos el amor de Dios morando en nuestro corazón, sino que nos entreguemos con entusiasmo a ese amor, para que Dios pueda derramarse a través de nosotros con Sus propósitos redentores para el mundo. Él quebrantó la vida de Su propio Hijo para redimirnos, y ahora quiere que usemos nuestra vida como un sacramento que alimente a otros».
Amar a nuestros enemigos es prueba de que Cristo ha renovado nuestros corazones. Es la señal de Su vida en nosotros
Uno de mis escritores favoritos de himnos, Nicolae Moldoveanu, sufrió bajo el régimen comunista de Rumania, soportando prisión y persecución. Sin embargo, sus himnos rebosaban de gracia. Me gusta cómo su canción «Cu haina iubirii» («Con el manto del amor») captura la naturaleza transformadora del amor de Dios:
Que yo vierta sin cesar en las heridas causadas por el pecado
el bálsamo del amor divino,
porque el amor es la señal de que el Señor de la gloria
me ha hecho nacer de nuevo para Él.
Para Moldoveanu, amar a nuestros enemigos es prueba de que Cristo ha renovado nuestros corazones. Es la señal de Su vida en nosotros. La intercesión herida no es una técnica espiritual, es una expresión de vida nueva, un testimonio del poder transformador de la gracia.
Abraza las heridas de Cristo
Thomas Watson escribió: «Un santo verdadero lleva a Cristo en su corazón y la cruz sobre sus hombros». Esta es la vida cristiana.
Nadie escapa de esta vida sin heridas. Las heridas a menudo son equivocadas, injustas, sin sentido. El perdón comienza con la mirada hacia arriba de confianza a un Padre benevolente, y luego la mirada hacia afuera de amor hacia quienes nos hacen daño. En Cristo, las heridas inmerecidas pueden ser correspondidas con bondad inmerecida. Abrazamos a nuestro Salvador marcado por los clavos y nos unimos a la comunión de sus padecimientos.
Así pues, mientras caminamos tras los pasos de nuestro Señor crucificado, pedimos al Espíritu que convierta nuestro dolor en oración, nuestras heridas en intercesión, nuestro sufrimiento en sanidad.