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Cuando nada satisface: ¿qué hacer?

Quedé pasmado, como todo el mundo. La noticia era corta y devastadora: “murió Lady Diana”. En la flor de la vida, famosa, bella y millonaria. Se apagó repen­tinamente, como una vela cuando sopla el viento. En la tarde sonreía al recibir un anillo de brillantes de la perso­na amada, y en la noche, el mundo lloraba a su princesa muerta.

Durante una semana todos los medios de comunicación sólo hablaban de la trágica muerte de la mujer más famosa del mundo y millones de personas miraban desconcertadas frente a sus televisores la ceremonia fúnebre.

¡Ah, princesa! Tu vida buscando un ideal, corriendo detrás de un sueño, intentando ser feliz. ¿Por qué es que incluso para ti la felicidad se escapaba de tus manos como arena entre los dedos?

¡Ah, princesa; Tu muerte; tu trágica, inesperada y repentina muerte, me recuerda que la vida es corta y pasajera. ¿Por qué será que los seres humanos insistimos en vi­vir solos? ¿Por qué será que preferimos de personalizar al Dios eterno y lo convertimos en una “energía”, “una in­fluencia positiva” o en una “fuerza creadora”? ¿Por qué será que preferimos sustituir al Dios Creador por cosas creadas, buscando la solución de nuestros conflictos en pirámides, cristales o astros?

¡Ah, corazón humano y loco! ¿Por qué corres y nunca llegas? ¿Buscas y nunca encuentras? ¿Por qué intentas ser feliz a tu modo, hiriéndote a ti mismo e hiriendo a los seres que amas?

“Adiós, Rosa de Inglaterra”, cantó un amigo de Diana, mientras que ingleses y no ingleses contenían las lágrimas en aquel sábado de mañana. Era una vela encendida y se apagó. Como tú y yo nos apagaremos algún día. Somos como la hierba. La hierba se seca, la flor se marchita, más la palabra de Dios permanece para siempre.

En el capítulo 4 de San Juan encontramos la historia de otra mujer que hace casi 2.000 años, también anduvo por la vida buscando un sentido para su existencia. Todo lo que tenía era pasajero. Nada le duraba. Los amigos no le duraban, los padres murieron pronto y hasta los momen­tos alegres eran fugaces. La felicidad parecía estar siempre huyendo de ella. La Biblia no nos da siquiera su nombre. La llama apenas la mujer samaritana.

El relato bíblico dice que Jesús “salió de Judea, y se fue otra vez a Galilea, y le era necesario pasar por Samaria” (S. Juan 4:3-4). ¿Por qué le era necesario? Judea quedaba al sur y Galilea en el lado norte. Entre una región y otra estaba localizada Samaria. Sólo que los judíos tenían una extraña costumbre: siempre que se dirigían desde Judea hacia Galilea atravesaban el río Jordán, subían por el desierto de Perea y cuando calculaban que habían dejado atrás a Samaria, atravesaban nuevamente el río y llegaban a Galilea.

¿Por qué hacían esto? Por la simple razón de que no que­rían pisar la “maldita” tierra de los samaritanos. Recuerda que en cierta ocasión los discípulos le preguntaron a Jesús si podían pedir fuego del cielo para consumir aquella raza. Recuerda también que en otra oportunidad sacudieron el polvo de sus sandalias para no retornar a aquella tierra.

Había mucho prejuicio en contra de los samaritanos. En la opinión de los judíos, aquel era un pueblo que no merecía la salvación. “¿Por qué?” Porque se habían aleja­do demasiado de Dios. Por eso se tomaban el trabajo de caminar 40 km (25 millas) adicionales para no pisar el suelo samaritano. Pero el texto bíblico afirma que para Jesús “era necesario pasar por Samaría”, porque para él no existe caso perdido. Para él, nadie ha ido tan lejos que no pueda oír su voz.

Los seres humanos pueden pensar que tú no tienes más esperanzas de recuperación. Las personas pueden señalarte con el dedo y condenarte por tu pasado. Pero el Señor cree en ti, aunque todos te den la espalda. A pesar de que tus seres queridos se desanimen por tu situación, Jesús te buscará, porque para él no hay caso perdido. Por eso dejó Judea para ir a Galilea, y “le era necesario” pasar por Samaría.

En Samaría estaba aquella mujer sufrida y soñadora. Por favor, no pienses que era una prostituta. Nadie nace prostituta, ni ladrón, ni asesino. Las circunstancias propias de una vida injusta, las consecuencias mismas del pecado, se encargan de presionar y arruinar a muchas personas.

La Biblia no nos da muchos detalles de la vida de esta mujer. Sabemos apenas que vivía en la ciudad de Siquem. Sabemos que todas las mañanas, al levantarse, encontraba su cántaro de agua vacío. Esperaba hasta el mediodía, y a esa hora de sol fuerte que quemaba aquellas tierras, ella se dirigía al pozo para buscar agua. Regresaba feliz, porque había conseguido lo que quería, pero a la mañana siguiente, se daba cuenta que el agua se había acabado. Aquella había sido siempre su vida. Una permanente búsqueda. Correr y correr y sentir que había encontrado, para después des­cubrir que no pasó de ser una ilusión.

¿Será que tú, mi querido amigo, en algún momento de tu vida te sentiste como esta mujer? Nada permanece. El empleo no es fijo, el dinero es pasajero, la familia se disuel­ve, todo acaba; se transforma en humo y desaparece.

Aquella mujer se casó muy joven y llena de sueños. Pensó que tal vez el casamiento sería el fin de su incansable bús­queda, pero al poco tiempo vio que su sueño se caía como un castillo de arena. El casamiento no duró. Otra persona en su lugar tal vez hubiese desistido, pero la samaritana era de las personas que no sólo sueñan, sino que también luchan por esos sueños. Por eso intentó una y otra vez. Y cuando la encontramos en el relato bíblico, ya se había casado y divorciado cinco veces y últimamente sólo tenía relaciones fugaces con muchos hombres.

Es muy fácil señalarla, como lo hacían las mujeres casa­das de Samaría, llamándola “ladrona de maridos”, “mujer fácil” o “liviana”. ¿Acaso no dice la Biblia “por sus frutos los conoceréis”? (S. Mateo 7:16). Sí, pero, ¿cómo sería si antes de “conocerlos” intentáramos entenderlos a la luz de las circunstancias?

Hace unos días vino a hablar conmigo una joven que co­nozco desde que era una niña. Sus cabellos rubios brillaban como el sol de mediodía, pero sus ojos, a pesar de ser azules, reflejaban el oscuro atardecer de una vida desesperada. Se había lastimado mucho y al hacerlo había lastimado a mucha gente querida. Lo que más me impresionó fue su clamor: “Pastor, yo no quise arruinar todo. Sólo quería ser feliz.” ¡Ah! Linda joven de cabellos rubios, ¿quién te dijo que podrías ser feliz sin Cristo? Buscaste y buscaste, corriste y corriste, trataste y trataste mientras Jesús estuvo siempre suplicando que te acordases que ¡él es la única persona en el mundo capaz de satisfacer el alma!

La vida de la mujer samaritana era una permanente ru­tina. Todo los días repetía el mismo ritual. Esperaba hasta el mediodía, buscaba agua, y al día siguiente comenzaba todo nuevamente. Día tras día, mes tras mes, año tras año, y siempre la misma rutina.

Pero aquel día sería diferente porque Jesús estaba en el pozo, y Jesús siempre hace la diferencia entre la vida y la muerte, entre el pasado y el futuro, entre la salvación y la perdición, entre la rutina y la novedad de la vida.

Entre las muchas cartas que recibo, encontré el otro día una que decía: “la vida era una rutina que me enloquecía. Despertaba, iba al trabajo, volvía en la tarde cansado, cenaba, miraba televisión y dormía. ¿Todo para qué? Para esperar ansiosamente que llegase el fin de mes para recibir el salario que no duraba ni diez días. Después, todo de nuevo. Eso no era vida. Comencé a pensar que no valía la pena continuar viviendo. Entré en depresión, abandoné el empleo, a mi familia y empecé a vagar por el mundo intentando darle un poco de sentido a mi vida, pero fue en el gimnasio de Itapecerica da Serra, en Sao Paulo, llevado por un insistente amigo, donde encontré a Jesús. Sin saber cómo, me vi llorando y aceptando a Jesús como mi Salvador. Hoy ya pasaron tres años y me levanto todos los días con ganas de vivir y de hablar a las personas de las maravillas que Jesús hizo en mi vida”.

Aquel mediodía histórico en la vida de la samaritana sin duda fue como el de cualquier otro día. Aparentemente era un día más. Pero no lo era. Jesús estaba en el pozo, esperándola con amor. En realidad, Jesús siempre está allí, porque la iniciativa de la salvación es divina. El hombre no se salva porque quiere ser salvo. Todo lo que el corazón natural desea es la basura de esta vida que tiene como con­secuencia su autodestrucción. La iniciativa de la salvación siempre fue divina. No somos nosotros los que buscamos a Jesús, es él quien dejó a las 99 ovejas y vino a buscar a la que se había perdido. Nosotros sólo necesitamos dejar de correr y de huir. Necesitamos ser hallados por Jesús.

A veces, en esta loca carrera de la vida, sólo nos dete­nemos cuando estamos exhaustos, cuando nos lastimamos o perdemos una pierna o un brazo. Vivimos corriendo, no queremos oír la voz de Jesús, cerramos los oídos a todo aquello que tiene que ver con los valores espirituales, y la propia vida se encarga de llevarnos a un punto en el cual no podemos huir más.

Conozco personas que cuando todo les iba bien, aban­donaron los principios que los padres colocaron en su corazón cuando eran niños. Nunca más quisieron saber del Evangelio. Lo consideraron una etapa superada de su vida, un pedazo de su propia historia que prefirieron olvidar. Pero un día, de repente, perdieron todo, hasta la familia y la salud. Sin tener a donde ir, dejaron de correr y decidieron reencontrarse con Jesús. Una de ellas me dijo el otro día: “Pastor, sólo quisiera que mis padres estuviesen vivos para darles la alegría de saber que volví a Jesús, porque ellos murieron orando por mí”. “No te preocupes —le dije para confortarlo— tú les darás esa inmensa alegría en la mañana de la resurrección. Entonces, ellos sabrán que sus oraciones fueron contestadas”.

El sol brillaba a mediodía en el pozo de Siquem. Era la hora más caliente del día. Nadie era tan necio como para buscar agua a esa hora. Las mujeres de Samaria buscaban agua de mañana antes de que el sol calentase con fuerza, o de tarde, cuando el calor del sol disminuía. ¿Pero al mediodía? Sólo la mujer samaritana lo hacía y tenía una razón poderosa para eso. En su opinión, todos los samaritanos eran chismosos. La juzgaban y la condenaban por su conducta. Las mujeres hablaban de ella. Era un “mal social necesario”. Por eso prefería buscar agua a la hora en que nadie estaba en el pozo. Parte de su infelicidad estaba en el hecho de que ella sufría la culpa de su situación delante de otras personas: “¿Por qué no soy una mujer bien casada? Porque los hombres no sirven. ¿Por qué vivo sola? Porque nadie me comprende. ¿Por qué tengo que buscar agua en esta hora tan calurosa? Porque las mujeres hablan mal de mí ¿Te das cuenta? La samaritana se consideraba una víctima. Todos eran monstruos y ella era una pobre mujer. Todos estaban llenos de prejuicio y sólo ella tenía una mente abierta.

Pero ahora se encontró con Jesús, quien le mostró la verdadera radiografía de la situación. Una especie de espejo donde ella misma podía ver cuál era la raíz de sus problemas.

“Dame de beber”, le pide Jesús, y la mujer de “mente abierta” de pronto descubre que ella también alberga pre­juicios. “¿Cómo tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy mujer samaritana?” (S. Juan 4:9). Paredes, barreras, prejuicios, ¿te das cuenta? Ella era la que más juzgaba y no la víctima que se creía. Descubre su verdadera condición en la presencia de Jesús.

Conocí un joven que cuando era niño fue muy maltra­tado por sus padres. “Eres un burro y no sirves para nada”, le decían. “Eres la vergüenza de la familia”; “nunca serás nada en la vida”. Los años pasaron, creció y el “pronósti­co” de los padres fue errado. El triunfó. Consiguió poder y una posición destacada en su comunidad. Pero no era feliz. No conseguía tener relaciones duraderas. Usaba su poder para maltratar, perseguir y explotar aun a su propia esposa e hijos. ¿De qué servían el dinero y la posición si su hogar era un desastre?

Fue en esas circunstancias cuando conoció a Jesús. Se dejó encontrar y lo aceptó. Una noche en la que prediqué sobre Jacob, que necesitó 20 años para reconocer que era un “mentiroso”, este joven cayó arrodillado y dijo en su corazón: “¡Oh, Señor! Sé que quieres darme la bendición completa pero es preciso que reconozca quién soy. Soy un hombre que abusa de su poder porque nunca acepté lo que mis padres hicieron conmigo. Huyo de esos recuerdos pero me persiguen como fantasmas. Nunca quise aceptarlo, pero esta noche vengo a ti como soy, por favor, transforma mi ser completamente”. Y aquella noche fue el inicio de una nueva experiencia en la vida de aquel hombre.

Muchas veces no somos totalmente felices porque te­nemos un falso concepto de nosotros mismos. Creemos que somos una cosa y las personas nos tratan de manera diferente. ¿Sabes cuál es el lugar donde puedes saber quién eres realmente? A los pies de la cruz. La cruz adquiere dimensiones gigantescas y tú reconoces tu insignificancia, reconoces quién eres, no ocultas tu pasado, ni disfrazas tu presente. A los pies de la cruz reconoces tu verdadero carácter, tus culpas, traumas y complejos y depositas todo en las manos de Jesús. Entonces oyes su maravillosa voz que te dice: “Yo sé, hijo mío, tú eres eso y un poco más, pero ¿por qué crees que estoy muriendo por ti ahora? A pesar de todo lo que hiciste o dejaste de hacer, tú eres la cosa más linda que tengo, vales mucho y por eso dejé los cielos y vine a morir en esta cruz como un ladrón”.

El hecho de que la mujer samaritana reconociera que parte de la culpa de su triste vida era suya, fue el punto de partida de su renacimiento. Comprendió entonces que toda su vida estuvo dedicada a perseguir cosas pasajeras: casa, auto, fama, dinero, placer, ropas y joyas. Pero aunque incluso todo eso fuese necesario, la vida tenía una dimen­sión espiritual que ella ignoraba. Podía conseguir abun­dancia de bienes materiales, pero si no quedaba satisfecha la ansiedad de su corazón, nunca sería feliz. Advirtió que si satisfacía la ansiedad de su alma, los bienes materiales, por insignificantes que fuesen, empezarían a tener sentido. ¡Claro! Era eso lo que le estaba faltando. El agua de vida que nunca se acaba. Un corazón feliz, que se asemeje a una fuente de donde fluya agua permanentemente para calmar la sed de los otros. El secreto estaba en no esperar de los otros, sino en dar.

Por eso corrió y contó a todos en la ciudad las ma­ravillas que Jesús hizo en su vida. Dejó todo, olvidó el cántaro, entró en la ciudad gritando de alegría y saltando de felicidad.

El resultado de aquella experiencia fue una ciudad con­vertida. Aquellas personas estaban condenadas al olvido, sin Dios, sin salvación. Pero el testimonio de una vida trans­formada fue capaz de conmover a los más incrédulos.

¿Te imaginas lo que el testimonio de tu vida sería capaz de hacer por aquellos que aún no conocen a Jesús? Este es el momento. Este es tu pozo de Jacob. Este es tu gran día. A lo largo de la vida, Jesús te llamó de muchas formas y en este momento estás sintiendo una vez más el suave susurro de su voz. ¡Acéptalo!

Fuente:
Pastora Elsie Vega

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