
Hay momentos en la vida espiritual en los que el Señor no solo nos habla… sino que imparte algo. No es palabra leída, es palabra que entra, que lava, que perfuma. Ese es el rhema que llega cuando Dios quiere elevarnos desde la aurora espiritual hasta la luz del mediodía.
A veces sentimos que nuestro corazón se quiebra. Pero lo que parece rotura, en el reino del Espíritu es derramamiento. Un frasco de alabastro no puede mostrar su perfume mientras está intacto. Solo cuando se rompe, el aroma llena la casa.
Así somos delante de Dios.
Cuando Él permite que algo en nosotros se quiebre, no es para destruirnos, sino para liberar un perfume nuevo. Ese aroma es la evidencia de Su trato, Su amor y Su santificación.
Los pastores, maestros y siervos que Dios pone en nuestro camino son como alfareros que moldean nuestra vasija. Pero es Jesús mismo quien nos unge con el amor del Padre. Y esa unción no solo cambia lo que hacemos, sino lo que somos.
A mayor luz, mayor limpieza.
A mayor limpieza, mayor fragancia.
A mayor fragancia, mayor honra que damos… y que recibimos del Padre.
No todos llegan a ese nivel, porque muchos se quedan oyendo solo con el oído natural, donde la letra cansa y la mente se satura. Pero quienes escuchan con el corazón, quienes adoran en espíritu y verdad, se convierten en aroma agradable ante la Trinidad.
Moisés subió al monte porque ya vivía en el mediodía espiritual.
La luz lo había transformado. Su vida desprendía un brillo que no provenía de él, sino de Aquel a quien estaba apegado.
Y así sucede contigo cuando Dios te ministra un rhema:
no recibes solo información, recibes transformación.
Cuando el Espíritu toca lo profundo, tu fe deja de estar en el nivel del Paraíso, que es básica, infantil, sin perfume…
y comienza a elevarse a la fe del mediodía, donde el carácter se afirma, la mirada se limpia y el alma empieza a oler a Cristo.
Eso fue lo que sentiste: perfume espiritual.
Fragancia que no proviene de palabras, sino de Su presencia.



