Las victorias que Dios nos concede, no deben ser causa de triunfalismos. Si hemos triunfado, es por su gracia y el mérito y los lauros sólo le corresponden a él. No debemos subestimar al enemigo aun cuando somos conscientes de que Dios está de nuestro lado, de que él marcha al frente de nuestras batallas. La gloria es siempre de Dios en todas las circunstancias.
La increíble victoria sobre Jericó llenó de fama y gloria a Josué. El capítulo 6 termina así: “El Señor estaba con Josué, y su fama se extendió por toda la tierra. (Josué 6.27). La fama puede carcomer el cerebro y desenfocarnos. Dios había ordenado que todos los guerreros de su pueblo marcharan a la conquista de la pequeña ciudad de Hai, pero Josué, mal aconsejado por sus espías, decidió enviar sólo a 3000 hombres. El resultado fue una vergonzosa y humillante derrota militar. Por otro lado, un guerrero de la tribu de Judá se había apropiado de un botín de oro, plata y otros enseres que Dios había ordenado destruir. El pecado de un solo hombre afectó a todo el pueblo, se había violado el pacto. ¿No nos recuerda al huerto del Edén? Por el tropiezo de Adán, toda la humanidad quedó marcada por el pecado. Por el de Acán, no se alcanzó temporalmente el propósito del Señor de proseguir conquistando la tierra prometida.
La iglesia de hoy debe estar atenta a estos desacatos. El pecado de un solo individuo puede traer graves consecuencias a la comunidad de fe, a la unidad de los creyentes, al logro de nuevas victorias que gloríen a Dios. La palabra del Señor era tajante ante el pecado: “No estaré más con ustedes a menos que destruyan las cosas dedicadas al anatema de en medio de ustedes” (Josué 7.12). A veces no acabamos de enterarnos que el Señor no se anda con medias tintas si se trata del pecado que afecta a su pueblo. Hoy lo vemos en todas partes: pastores que olvidan su llamado y abandonan el rebaño de Dios en pos de mejoras materiales, líderes que coquetean con el endiosamiento personal, ministros saltarines que van de un ministerio a otro sin reparar en la necesidad de las ovejas. Se olvidan del pacto, se olvidan de Dios.
Gracias a Dios, siempre hay esperanza. Ante la queja de Josué, el Señor le ordena a levantarse y a ordenar al pueblo a consagrarse (Josué 7.13), a volverse al pacto, a descubrir el lugar donde se oculta el pecado y sus motivos, a arrepentirse para retomar las sendas de la bendición. El Josué piadoso llama al pecador, le exhorta a confesar la falta y lo hace como un verdadero padre lo haría con su hijo: Entonces Josué dijo a Acán: “Hijo mío, te ruego, da gloria al Señor, Dios de Israel, y dale alabanza. Declárame ahora lo que has hecho. No me lo ocultes.”
¿No nos recuerda al tratamiento que recibimos de nuestro Padre celestial cuando pecamos? ¿No es esperanzador saber que si confesamos nuestro pecado él nos limpia de toda maldad? ¿No es una invitación a que nos purifiquemos para presentarnos delante de él y ser dignos de su presencia?
El Señor nos invita constantemente a la consagración, a la pureza, sinónimo de integridad y entereza de espíritu. La consagración espiritual es un imperativo de cada miembro de la iglesia, es el reconocer que somos vulnerables al pecado y necesitamos desesperadamente del socorro de Dios, cada instante, cada día. Cuando la iglesia coquetea u oculta el pecado, no es extraño verla estancada, infértil, desaliñada, desentendida de la ética cristiana; no avanza, no crece, no da gloria al que la engendró a precio de su sangre.
Dios quiere que busquemos las causas que no permiten nuestro desarrollo espiritual: el pecado, y que haya humillación y arrepentimiento, que lo confesemos para glorificarlo, que lo quitemos de en medio para que no estorbe a sus propósitos y que aceptemos las consecuencias. El asunto no fue que Josué se jactó de su fama, ni tampoco el pecado que Acán cometió. El meollo del problema hoy para el pueblo de Dios es no olvidar que Jesús debe estar en el centro de todo.
¡Dios bendiga su Palabra!