
La historia de Zaqueo nos enseña que todos, sin importar nuestra condición, necesitamos a Jesús en lo más profundo de nuestros corazones. Zaqueo no era un hombre cualquiera; era un publicano, un cobrador de impuestos, alguien rechazado por su propio pueblo. Sin embargo, dentro de él ardía un anhelo: ver a Jesús.
Él no se preocupó por lo que la gente pensara, ni por la multitud que lo rodeaba. Simplemente buscó la manera de acercarse a Jesús. Su deseo era tan grande que se subió a un árbol, porque sabía que su necesidad iba más allá de lo material, más allá del reconocimiento humano. Su corazón clamaba por un cambio, por una transformación que sólo Cristo podía darle.
Hoy, cada uno de nosotros es como Zaqueo. Tal vez no subimos a un árbol físicamente, pero sí enfrentamos obstáculos que intentan impedirnos ver a Jesús. A veces, esos obstáculos son nuestras propias preocupaciones, el qué dirán, o la tendencia a comparar nuestra vida con la de otros. Pero Jesús no mira lo externo, ni a quién usa para hacer su obra. Él mira el corazón.
Cuando Jesús llegó a aquel lugar, levantó su mirada y llamó a Zaqueo por su nombre:
«Zaqueo, date prisa, desciende, porque hoy es necesario que pose en tu casa» (Lucas 19:5).
¡Qué maravilloso es saber que Dios nos conoce por nuestro nombre! No importa nuestra historia, ni lo que los demás piensen de nosotros. Jesús ve más allá de nuestras fallas y nos invita a un encuentro personal.
Así como Zaqueo recibió a Jesús con gozo, nosotros también debemos dejar que Él entre en nuestra vida y transforme todo nuestro ser. No debemos estar pendientes de a quién Dios usa o cómo Él obra en otros. Cada uno de nosotros es especial para Dios, cada uno tiene un propósito único en Su reino.
Cuando dejamos de compararnos y nos enfocamos en nuestro encuentro con Cristo, ocurre el verdadero milagro: somos transformados desde adentro y experimentamos la paz y el amor que solo Él puede dar.