
Cuando el hombre desperdicia las oportunidades que Dios le da para establecer la paz, la guerra le puede coger por sorpresa y hasta puede ser inminente. Y las consecuencias pueden ser devastadoras. Este concepto no sólo es aplicable en el campo militar, sino también en la batalla espiritual que libramos los cristianos todos los días.
Oro por todos los hermanos que me comentan de sus deseos de comenzar a pelear la batalla de la fe predicando el evangelio de Jesucristo, de ponerse en la brecha y lanzarse a la conquista de las tinieblas para convertirlas en luz por el poder y el brillo de Cristo. Debemos ser hombres y mujeres de paz revestidos de un espíritu de soldados humildes, mansos como el Señor, pero con sólidos principios basados en la Palabra de Dios para enfrentar al enemigo. Jesús ya vistió con pieles nuestra desnudez cuando vinimos a sus brazos. Al trasladarnos a su reino de gloria compartimos con Él la esencia de su naturaleza, su deseo de que seamos uno en Él y con Él.
El Señor no predicó con latigazos, pero sí con firmeza. Enamoró a sus discípulos con el ejemplo de su vida para que le siguieran; se hizo uno con ellos y les insufló nuevo aliento de vida que renovó sus espíritus aletargados por la tradición y la religiosidad hipócritas. Ellos fueron testigos de la presencia del propio Dios en su caminar y desde Pentecostés, con la venida del Espíritu Santo, les fue impartido poder para anunciar el testimonio de Jesús, su muerte y resurrección, el regalo de la salvación por gracia y la oportunidad de nacer de nuevo a toda criatura que reconozca su condición pecaminosa y decida reconciliarse con el Dios a través del perdón.
Sin embargo continúa levantándose por ahí un liderazgo orgulloso que en el nombre de Dios pretende suplantar al Señor buscando una gloria que Él no comparte con nadie, haciéndose de discípulos para su propia servidumbre y viviendo bajo la sombra de una egolatría sin límites que deshonra al verdadero evangelio. Egolatría es orgullo y envanecimiento, es creerse o sentirse alguien o algo que realmente no se es, o lo peor, en el caso del cristiano, utilizar las herramientas que nos ha dado nuestro Señor, los dones y talentos concedidos por el Espíritu, para manipular a los fieles en beneficio propio y no del evangelio. Dios tenga compasión de los tales. Ellos dejan de ser los hombres de paz que glorifiquen al Señor, y andan en sus propias guerras derribando, humillando y condenando a sus hermanos en la fe. Se olvidaron de que la iglesia es la esposa de Señor.
Para ser evangelista hay que ser humilde. Ser humilde es andar en obediencia, es menguar para que crezca el Señor, es ponerlo a Él en primerísimo lugar, es postrarse a los pies de la Cruz dejando que Jesús sea Jesús (y no creerse a sí mismo Jesús), es amar a nuestros enemigos porque el enemigo es también nuestro prójimo. El propio Cristo dijo: “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa recibirán? ¿Acaso no hacen eso hasta los recaudadores de impuestos? (Mateo 5:46). Los ególatras no conocen del amor de Dios, su ego les nubla la mente. Reparten el evangelio como limosna enseñando sus rostros demudados como si hubieran acabado de ayunar para obtener la gracia de los hombres. Buscan solapadamente la alabanza que únicamente le pertenece a nuestro Señor.
Cristo se humilló a sí mismo, no tuvo en cuenta el ser Dios; no se aferró a esta condición y proclamó la salvación y la reconciliación con el Padre a través de Él enseñando que el siervo tiene una misión y sufrirá persecución y hallará sufrimientos por causa del evangelio, que será aborrecido por causa de Su nombre, que deberá perseverar para recibir bendición y recompensa de lo alto. Por eso no entendemos a los evangelistas de la guerra que proclaman una salvación a filo de espada desde un pedestal de ego-idolatría.
Somos soldados de Cristo y tenemos una misión inaplazable en el campo espiritual. Para cumplirla, mirémosle sólo a Él, el ejemplo que nos dejó de una humildad que trastornó al mundo haciendo que multitudes se rindieran a sus pies. Y era el mismo Dios. Él se humilló más que nadie. Oro porque el Señor te use con poder predicando su Palabra allí donde te mueves como discípulo(a) para ser evangelista, y seas lleno del Espíritu Santo y mengües, humildemente, para que crezca Cristo en ti.
¡Dios te bendiga!