
Esta mañana fue como cualquier otra. Preparé avena para mi hijo de cuatro años y salí a caminar con nuestros perros. Momentos cotidianos y mundanos como estos parecen insignificantes. Pero son vistos. Vivimos cada momento bajo la mirada de Dios: «En todo lugar están los ojos del SEÑOR, / Observando a los malos y a los buenos» (Pr 15:3). Nada escapa de Su vista.
Pero Dios no solo nos ve, sino que también se deleita en nosotros. Las Escrituras incluyen versículos asombrosos sobre el deleite estético de Dios en Su pueblo. C. S. Lewis capta esta maravilla: «Agradar a Dios… ser un verdadero ingrediente en la felicidad divina… ser amado por Dios, no simplemente compadecido, sino que Él se deleite en uno como un artista se deleita en su obra o en su hijo… parece imposible, un peso o carga de gloria que nuestra mente apenas puede concebir. Pero así sucede».
Cuando las personas tienen una respuesta estética ante algo que ven, ya sea con deleite o repulsión, esto las transforma. Pero Dios no cambia en respuesta a lo que ve. Otra manera de decirlo es que Dios es inmutable e impasible. Sin embargo, la creación y las personas traen deleite verdadero a Dios. Dios se deleita en lo bueno, verdadero y bello; Él aborrece lo malo y lo falso. Contemplemos cómo los cristianos traen gozo verdadero a un Dios infinitamente feliz por medio de su unión con Cristo.
El deleite de Dios en la creación
El deleite estético de Dios en la creación aparece desde la primera página de las Escrituras. En Génesis 1, Dios crea y da forma al cosmos mediante Su Palabra y Su Espíritu. Seis veces, al final de cada día, se nos muestra el deleite de Dios en la bondad y la belleza de Su obra.
En la redención y glorificación, Dios recrea el cosmos y a las personas caídas para que la belleza original de la creación sea restaurada y superada
Dios se deleita en la presencia de la luz (v. 4), en las aguas y en lo seco (v. 10), en las lumbreras del cielo y en las estrellas (v. 18). La multitud de aves, seres vivientes de las aguas y bestias de la tierra le complacen (vv. 21, 25). Dios se regocija en la vegetación y en los árboles que dan fruto (v. 12). Al final del sexto día, como culminación, se nos muestra el deleite de Dios por séptima vez: «Y vio Dios todo lo que había hecho; y era bueno en gran manera» (v. 31).
La repulsión de Dios ante el pecado
El deleite de Dios al contemplar la belleza de la creación contrasta drásticamente con Su repugnancia ante la corrupción y destrucción que causa el pecado. En el mundo posterior a la caída, el mal se propaga desenfrenadamente. Al revisar las noticias, no tardamos en encontrar algo horrible. Asesinatos, adulterios, abusos y otros innumerables males se reportan cada día.
La respuesta apropiada es dolor y repugnancia. Cuando respondemos así, aunque de manera limitada, reflejamos el odio infinito de Dios hacia el mal. Dios mira el pecado con desagrado: «El SEÑOR vio que era mucha la maldad de los hombres en la tierra… y sintió tristeza en Su corazón» (6:5-6). Dios, en Su infinita santidad, contempla el pecado y el mal en todas sus manifestaciones con un perfecto disgusto.
Lamentablemente, el mal no es simplemente algo que está allá afuera. Es dolorosamente personal, pues marca nuestra identidad caída y nuestra realidad cotidiana. Sin excepción, toda persona está llena de la corrupción maligna del pecado (Ro 3:9-19). Esto es difícil de comprender, pero solo porque no vemos nuestro pecado desde la perspectiva de Dios. Separados de Cristo, somos verdaderamente repulsivos para Dios.
El deleite de Dios en la nueva creación
Pero Dios toma lo que le es repulsivo y crea algo bello. Como dijo Lutero una vez: «El amor de Dios no encuentra, sino que crea, aquello que le agrada». En la redención y glorificación, Dios recrea el cosmos y a las personas caídas para que la belleza original de la creación sea restaurada y superada. En la encarnación, Dios afirma Su deleite en Su Hijo: «Este es Mi Hijo amado en quien Me he complacido» (Mt 3:17). G. K. Beale muestra cómo el Padre está aludiendo a algo que había dicho antes: «Este es Mi Siervo, a quien Yo sostengo, Mi escogido, en quien Mi alma se complace» (Is 42:1). El Padre se deleita en Jesús, el nuevo Israel de los cánticos del Siervo de Isaías. Jesús guía a Su pueblo en un nuevo éxodo y se identifica con ellos mediante Su sacrificio sustitutivo (Is 53). Jesús triunfó donde Israel fracasó y representa a un nuevo pueblo delante de Dios (Is 49:6).
Tenemos el privilegio de ser un verdadero ingrediente en la felicidad de Dios mediante la obediencia diaria y sacrificial
El deleite de Dios en Jesús se extiende a los creyentes unidos a Él. Solo cuando estamos unidos a la belleza de Cristo llegamos a ser hermosos. Por nuestra unión con Cristo, cuando Dios ve a los cristianos en nuestra vida cotidiana, declara: «Este es mi hijo amado en quien Me he complacido». Una imagen terrenal de esto la encontramos en el deleite de un padre y una madre por sus hijos. Los niños que practican un deporte o tocan un instrumento musical experimentan gozo cuando ven que sus padres se deleitan en sus esfuerzos. De la misma manera, los creyentes vivimos en la libertad de traer gozo a Dios.
Puede que no siempre sintamos el deleite de Dios, pero está presente. En ocasiones, sí percibimos Su deleite en nosotros. Eric Liddell, medallista de oro en los Juegos Olímpicos de París de 1924, lo experimentó. «Cuando corro, siento Su deleite»; así lo expresaron los guionistas de Carros de fuego. Lo que el personaje de Liddell dijo sobre correr, nosotros podemos aplicarlo a toda la vida: «Siento Su deleite».
Agradables ante Sus ojos
El deleite estético de Dios se convierte en un principio orientador para la vida del cristiano. Somos agradables a Él por medio de Cristo, así que procuramos llegar a ser quienes somos siguiendo Sus mandamientos: «ambicionamos agradar al Señor» (2 Co 5:9). Tenemos el privilegio de ser un verdadero ingrediente en la felicidad de Dios mediante la obediencia diaria y sacrificial.
En cierto sentido, Dios ya nos ve resplandeciendo en el amanecer de la luz de la nueva creación en los nuevos cielos y la nueva tierra. Allí, un día se repetirá: «Y vio Dios todo lo que había rehecho; y he aquí que era muy bueno». Mientras tanto, vivimos cada día con toda su gozosa monotonía —preparando el desayuno para los niños y paseando a los perros— bajo Su mirada y en Su buen agrado.