Reconocer la ceguera espiritual, requiere valentía y humildad. La verdadera conversión es un acto de sumisión delante de Dios. La incredulidad te hace pecador. Andar “muertos en delitos y pecados” es vivir condenado a la oscuridad. La historia de la creación nos cuenta que las tinieblas y el caos gobernaban la tierra. Por eso el primer día Dios creó la luz: Entonces dijo Dios: “Sea la luz.” Y hubo luz. (Génesis 1.3).
El hombre ve, pero no discierne con los ojos porque está ciego. La ceguera no le hace distinguir dónde está la verdad. Cree ver pero constantemente tropieza. Como no tiene conciencia de su falta de visión, vive como si realmente viera, pero muere cada día por la falta de luz. La incredulidad es ausencia de luz. El evangelio es luz. “Y éste es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, pues sus acciones eran malas” (Juan 3.19). Este es el punto: las acciones del hombre no dejan ver la luz.
La única cura de la ceguera es la fe. Pero no hay receta para la fe. Desde el principio el hombre amó más las tinieblas. Adán fue expulsado del Edén el mismo día que fue creado por Dios; Noé tampoco cumplió las expectativas del Creador. El hombre que respondiera a la pregunta de Dios -“¿Dónde estás?”- aparecería veinte generaciones después de Noé. A la orden de Dios de salir y dejar tierra y parentela para cumplir sus designios y su voluntad, Abraham dijo: -¡Sí Señor, aquí estoy!-
De Abraham hasta Cristo la ceguera del hombre empeoró. Se convirtió en estilo de vida. El hombre sigue prefiriendo lo oculto porque cree que la oscuridad cubre su pecado ante los ojos de su humanidad y los ojos de Dios. O el mundo o Dios. Dios pone reglas que el mundo se niega a cumplir y El mundo vive oscuro por su incredulidad. Para los que aman la luz, no sale el sol, sino el rostro de Cristo: Pues Dios, que dijo: “De las tinieblas resplandecerá la luz,” es el que ha resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo (2 Co 4.6)
Jesús es el único que puede iluminar los ojos espirituales y dar vista a los ciegos de hoy; a aquellos que teniendo ojos no pueden ver. Hay malas noticias para el que piensa que ve y declara feliz su incredulidad. Serán cegados por su vanidad. Por su autosuficiencia sus ojos no verán. Dios brinda su luz al que quiere ver; rechazarla es mantenerse en la oscuridad. Aquél que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2.9), está a la distancia de un pestañazo espiritual. La incredulidad trae consecuencias. Abrir los ojos a Cristo es abrir los ojos a la luz.
Si te crees iluminado porque la vida te sonríe, pero no tienes a Cristo, vives sólo bajo una iluminación artificial. Si dices tener a Cristo, pero todavía continúas siendo la luz de tu propia vida, entonces hay zonas oscuras que debes descubrir y permitir que Él sea quien las ilumine con su luz.
La Palabra de Dios dice: “porque antes ustedes eran tinieblas, pero ahora son luz en el Señor; anden como hijos de luz” (Ef 5.8). Ser luz en el Señor no significa que somos luz, sino que el Señor es la fuente de alimentación de la luz y nos irradia su luz para dar testimonio de Él. Sólo Él puede ser la luz.
Cuando Jesús se le apareció a Pablo y este se convirtió, lo dejó ciego tres días (Hechos 9.9). Al tercer día Pablo fue lleno del Espíritu Santo y “al instante cayeron de sus ojos como unas escamas, y recobró la vista” (Hechos 9.18). Tú puedes ser un terapeuta del Señor y hacer caer las escamas de los ojos de un mundo que no quiere ver la gloria de Dios. Tú puedes andar en luz en el Señor y colaborar con Él derribando el pecado de la incredulidad.
¡Dios te bendiga!