Se ha dicho con frecuencia que el ejército cristiano es el único que maltrata a sus heridos. Me duele admitir que en mi experiencia pastoral algunas veces he visto que esa crítica es cierta. Una joven de mi iglesia fue seducida y abandonada tras una triste noche en que cayó en una tentación sexual. Era una muchacha buena, que se había criado en la iglesia y que ingenuamente creyó las promesas falsas de quien solo quería satisfacer sus deseos, sin ningún otro tipo de compromiso.
La joven no vivía con sus padres, que estaban divorciados, sino con otros familiares, también miembros de la iglesia. Éstos, al enterarse de lo ocurrido, decidieron que la jovencita no podría vivir más con ellos porque había manchado el testimonio de la familia. Es cierto que el prestigio de una familia cristiana había sufrido un golpe bajo y triste. Pero mucho más doloroso fue que ellos, en vez de ayudar a la muchacha a superar su caída y rodearla de amor, perdón y comprensión, le cerraron las puertas completamente.
Aún después de conocer el evangelio las personas pueden caer en acciones pecaminosas. Tratarles con amor y misericordia es esencial para ayudarles a levantarse. Enseñar a las personas que caen las consecuencias de sus actos y el precio que pagan sucumbiendo a la tentación, no excluye que les tratemos con un verdadero afecto cristiano. Debemos intentar comprenderles brindándoles apoyo y consideración. No estamos de acuerdo con lo que han hecho ni podemos justificarles, pero sí podemos brindarle todo nuestro amor, que es lo más que necesitan en momentos así. En ocasiones será ineludible alguna acción disciplinaria, pero ella siempre debe ser generosa y restauradora sin dejar de ser firme.
Participé en una historia diferente con otro jovencito, quien tras caer en una tentación vino a confesármelo y me pidió ayuda para enfrentar a sus padres. El joven no sabía cómo darles la cara y estaba abochornado. Hablé con ambos y estuvieron dispuestos a recibir a su hijo y ayudarle. Cuando el hijo llegó, ellos le abrazaron y lloraron con él, acariciándole y asegurándole que lo amaban y ayudarían a pesar de todo. El amor y el sincero dolor que ambos mostraron por el pecado del hijo que lo que más ayudó al muchacho a rectificar su vida.
¿Podremos hacer lo mismo con nuestros hermanos que caen?
¡Dios les bendiga!