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Antipatía. Sentimientos furtivos en el alma

Se reunían los sábados por la mañana en «La Carreta», una antigua cafetería en la ciudad de Pembroke Pines, al norte de Miami. Tomaban desayuno juntas, conversaban un rato y luego oraban la una por la otra.

A pesar de la bulla del gentío, se las arreglaban para conversar y mantenerse enfocadas. Se conocieron en la iglesia y sus vidas quedaron unidas por incontables afinidades. Algunas trascendentes y otras superficiales: desde su amor por la gloria de Cristo, pasando por su entusiasmo con los escritos de John Piper, hasta la lectura de los cuentos de Chejov y el gusto por el cortadito cubano —oscuro y sin azúcar—. Compartían esos apegos que hicieron fuerte su amistad. Un lazo que ninguna tenía de igual manera con sus familiares no cristianos.

—¿Cómo puedo orar por ti?— preguntó Elisabeth cuando acabaron de desayunar. Ya no había tanta gente en la cafetería, la mayoría de las mesas estaban vacías.

La mirada reflexiva de Maritza quedó fija sobre la Biblia que su amiga tenía en la mesa.

––La verdad es que estuve pensando si debía compartirte esto. Me da vergüenza, pero ya es hora de ser honesta— respondió Maritza.

Mostrarse vulnerable no se le daba con facilidad. Su alta capacidad intelectual, su éxito profesional y la constante alabanza de su padre nutrieron su sentido de realización y autosuficiencia. Sin embargo, se había convencido de que todo eso había sido motivo de tropiezo para su santificación y que para buscar ayuda era necesario rendir la altivez.

Se había dado cuenta de que el orgullo es un obstáculo inmenso que impide que otros nos conozcan y nos acompañen en la fe. Aunque admitir la incapacidad, la debilidad y las limitaciones de uno mismo demanda una humildad difícil de practicar, el costo de no hacerlo es muy grande.

Maritza había comprendido que la santificación requiere discipulado; y el discipulado, rendición de cuentas; y la rendición de cuentas exige transparencia y vulnerabilidad. Así que aquí estaba, tanteando el suelo, poco familiar, de la confesión honesta y humilde. Explorando los terrenos de la sinceridad cristiana, que hasta entonces le eran extraños. Aunque sentía confianza con Elisabeth, este aspecto de su alma había preferido mantenerlo en reserva, como guardado bajo llaves. Ella le había confesado y pedido oración por algunas cosas —para que Dios la ayudara a organizar su tiempo, que le diera paciencia en el trabajo y cosas semejantes—, pero hasta ese día todo había sido por encima de la superficie. Sin embargo, ahora parecía dispuesta a todo. Exponerse y confesarse. Así Maritza daba un inédito y valiente paso hacia la honestidad y la apertura. Levantó sus ojos, juntó valor y lo dijo.

—Es acerca de mi padre—. Hubo un silencio y Maritza bajó su mirada de nuevo.

Su padre, Facundo Del Carpio, era un hombre alto, robusto y de buenos modales; ingeniero de profesión. Tenía cuatro hijos: David, Mateo, Priscila y Maritza. Los varones eran hijos de su primer matrimonio y sus hijas del segundo.

Las palabras de Maritza sorprendieron a Elisabeth. Ella conocía a Facundo y nunca percibió algún problema de su relación padre e hija. Las pocas veces que los vio juntos, le pareció que había un sano vínculo entre ellos. ¿Qué habría pasado entre ambos? ¿Qué sucedió para que ella tuviera vergüenza? ¿Cuál era el problema?

—Desde hace un tiempo he tratado de entender esta sensación de… es que ni siquiera sé cómo describirla— dijo Maritza, como agitada, aunque se detuvo para respirar y recuperar la calma—. En estos meses me dediqué a explorar las sensaciones que tengo hacia mi padre. Sobre todo después de pensar en el Salmo 139, donde el salmista dice: «Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón». Esas palabras han sonado con insistencia en mi alma. Esa oración me pareció tan honesta y arriesgada. Pedir a Dios que nos examine para descubrir lo que hay en el corazón es un acto de valentía. Así que, desde esa ocasión, la he repetido. He deseado que Dios indague mi interior y exponga todo aquello que debe ser confesado y resistido. Y es ahí que surge lo de mi padre.

Elisabeth prestaba atención.
––Ha sido difícil discernir lo que siento por él. No puedo decir que sea resentimiento ni odio, porque él no me ha hecho nada. Al contrario, siempre me mostró afecto. Siento que soy su hija preferida y eso es parte de lo que me molesta. Incluso mientras viví con ellos era más dulce y cariñoso conmigo que con mi madre. Y esa actitud me inquietaba. A medida que fui creciendo era más consciente de eso. Una vez le dije que debía ser más atento con mamá y no me quiso responder… Quisiera ponerle nombre a esto para confesarlo, arrepentirme o para saber qué hacer.

Maritza estaba despojándose de un peso que la agobiaba. Pero debía continuar.
—Sus palabras ahora incluso me irritan, cuando me alaba delante de otros. Soy la única abogada de la familia y él no se cansa de repetirlo a los cuatro vientos. Creo que lo dice más por él. Eso le hace sentir importante, superior. Su hija abogada le da sentido de realización… Pero hay otras cuestiones que he venido ponderando. Recuerdo que su lealtad y admiración a su familia me inquietaban. Esa devoción al apellido «Del Carpio» no encontraba ninguna resonancia en mí. Él hablaba de su padre, es decir, mi abuelo, como un hombre digno, respetable y sabio. Su fascinación por él me parecía desmedida. Yo nunca lo conocí porque falleció antes de que yo naciera. Pero mi padre quería que yo sintiera el mismo orgullo que él sentía. Eso es absurdo, porque es difícil sentir apego por quien nunca estuvo presente en tu vida. Sumado a eso, su prepotencia y sus ínfulas de superioridad hacia otros han avivado mi desagrado hacia él. Es una persona muy educada y la primera impresión que deja es la de ser alguien amable y cariñoso. Recuerdo que una vez alguien nos dijo a mi hermana y a mí: «¡Qué afortunadas de tener un papito como Facundo». Ese comentario creo que reveló lo que se anidaba en mi alma. Aunque en ese momento no las cuestioné, sentí un profundo desacuerdo con ellas. En mi foro interno protesté y rechacé la idea de que éramos afortunadas. Quizá la tosquedad e indiferencia que mostró a mamá agravaban mi animosidad hacia él. Es un sentimiento digamos de… antipatía. ¡Sí, eso es! ¡Antipatía! Como una predisposición inconsciente por reclamarle sus fallas cómo esposo y padre.

Maritza sintió que había dado con el diagnóstico. Luego continuó:
––No sé en qué medida las palabras de mi madre lograron predisponerme con él. Ella sufrió mucho y su dolor lo volcó a sus hijas. Su resentimiento hacia mi padre sembró en mí una incomodidad soterrada hacia él. Junto a mi hermana creo que bebimos eso desde pequeñas.

A ese punto, Maritza pausó por un instante. Como para procesar sus mismas palabras, crudas y precisas. Elisabeth la miraba con sorpresa y compasión. Estuvo a punto de decir algo, pero prefirió callar. Debía darle espacio a su amiga. Dejar que el silencio hiciera su efecto.

De pronto, Maritza sintió como si estuviera traicionando a su padre. Quizá debía guardar eso como un secreto, intentando olvidarlo todo, para no exponerlo. Pensó por un instante que aquello era un acto de deslealtad. ¿Se puede ser desleal con quien ha sido toda la vida leal con uno? No estaba describiendo a cualquier persona, ¡era su padre! El mismo hombre que la cuidó, que siempre estuvo para ella, que daba su vida por hacerla feliz. Facundo tuvo muchos defectos como esposo y padre, pero amaba a su pequeña. Y ella lo sabía. Y lo sentía. Si había alguien que no podía quejarse por falta de atención y cuidado, era ella.

Pero luego pensó que también estaba en lo correcto. Sentía que expresarse de esa forma era una necesidad. Esto era indispensable para ser guiada y acompañada. Debía ser sincera y transparente, al menos con Elisabeth. Aunque ella misma no estaba segura de todo lo que había en su alma, sabía que necesitaba —por su bien— abrir las cámaras de su interior.

Había aprendido que el crecimiento en santidad es posible dejando que otros vean nuestras vidas, conozcan nuestras luchas y caminen con nosotros. Que la iglesia es el instrumento que Dios usa para obrar en los creyentes. Que nos perdemos de mucho cuando, llevados por el orgullo —cuidando las apariencias y la reputación—, no dejamos que otros se involucren en nuestras vidas.

Era el turno de Elisabeth y la charla continuó por casi dos horas. Le hablaba a Maritza, empática y articulada, con la Biblia de letras grandes abierta sobre la mesa, haciendo breves pausas y tomando las manos de su amiga cuando esta derramaba una que otra lágrima.

Aunque Elisabeth sintió gran compasión por ella, también la invadió una sensación de alegría, pues las palabras de Maritza evidenciaban una obra divina en su corazón. Parecía que algo se agrietaba en su interior: la pared del orgullo y del miedo se empezó a debilitar con estas confesiones.1

Elisabeth celebró que Maritza diera un gran paso en su crecimiento en la fe.

Sabía que el orgullo también está enraizado en el temor de que otros nos vean tal como somos. Después de esa confesión, la gracia que Dios canaliza por medio de otros creyentes podría tocar en Maritza lo que nadie había tocado. Esa gracia ahora tenía otra vía, llana y espaciosa, para entrar, transformar y restaurar. La luz de Cristo, que viene por medio de una charla honesta y transparente, puede despojar tinieblas, miedos, resentimientos y vicios que se esconden furtivos en el alma.

Fuente:
​Gerson Morey

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