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Amar a Dios y a las personas

«¿Papi, me puedes enseñar la educación cristiana? ¡Quiero saber el doctorado en educación cristiana!» Estas fueron las palabras que mi hija de seis años me dijo anoche cuando vio que mi tarjeta de presentación decía que era profesor en un programa doctoral que tiene a la educación cristiana como uno de sus énfasis. Sus palabras eran sinceras y me conmovió que realmente quería que le enseñara lo esencial de la educación cristiana.

De hecho, me llevó a su cuarto en donde tiene un pizarrón para que le explicara la lección y ella se dispuso a tomar notas en su cuaderno. De repente me encontraba con un reto importante. Tenía que decidir qué era lo más importante que una persona debe saber sobre el cristianismo y cómo explicarlo de una manera sencilla que una niña de seis años pudiera entender.

Alguien dijo que lo más importante es mantener lo más importante en el lugar más importante.

Afortunadamente, no tenía yo que decidir qué es lo primordial ya que Jesús mismo lo dejó muy claro en un pasaje tan central que comúnmente se denomina como «el gran mandamiento». El Antiguo Testamento contiene muchos mandamientos u ordenanzas que el pueblo de Israel debía seguir. Los líderes religiosos en los tiempos de Jesús habían añadido algunos más al punto que tradicionalmente se creía que había 613 mandamientos que seguir. Evidentemente era difícil resumir tantas ordenanzas y ordenarlas de forma jerárquica. Los líderes religiosos queriendo poner a prueba a Jesús le preguntaron ¿cuál es el gran mandamiento de la ley? Jesús le respondió de esta manera:

«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mateo 22: 37-40).

Jesús resumió toda ley en dos prácticas muy sencillas: amar a Dios y amar a las personas. Ambas van siempre juntas por lo que las llamamos «el gran mandamiento». Nuestro amor a Dios debe ser total, con todo nuestro ser. Nuestro amor al prójimo debe ser igualmente completo, de la misma manera a la que nos amamos a nosotros mismos. No hay nada más importante que esto. Todos los mandamientos y todas las Escrituras se resumen en nuestro amor a Dios y a nuestro prójimo.

La Biblia enseña que nosotros podemos amar a Dios porque él nos amó primero (1 Juan 4:19). Dios es amor y nosotros podemos amarlo a él y a otros porque hemos recibido el amor de Dios (1 Juan 4:7-8). Por esta razón, el amor es un regalo divino que recibimos por gracia para compartirlo libremente. Es imposible amar a Dios y aborrecer a las personas (1 Juan 4:20). Nuestra relación de amor vertical con Dios siempre va unida a nuestra relación horizontal de amor a los demás. Este amor es tangible y se demuestra con nuestros sentimientos y acciones. El cristianismo está basado en el amor y todo aquello que demuestre lo contrario no es de Cristo.

Hace un par de semanas tuve la oportunidad de visitar con mi familia la estatua en memoria de Martín Luther King Jr. en Washington DC. Alrededor de ella tenía varias frases célebres de este gran hombre que dedicó su vida a luchar por los derechos civiles de todas las personas teniendo como motivación sus valores cristianos. Con base en su amor por Dios, el reverendo King deseaba acabar con la injusticia social tan común a su alrededor. Una de estas frases me impresionó y me retó mucho: «Haz a la humanidad tu profesión. Comprométete a ti mismo a ser parte de la noble batalla por la igualdad de derechos. Esto te hará una mejor persona, hará una mejor nación de tu país y hará un mejor mundo en que vivir». Cuando amamos a Dios necesariamente amamos a los demás y deseamos lo mejor para todos. El amor no es egoísta y siempre involucra dar. Dios nos amó y envió a su hijo a morir en la cruz en nuestro lugar y los que hemos recibido la salvación a través de la obra de Cristo somos llamados de la misma manera a dar nuestras vidas por los demás (1 Juan 4:10-11).

«Amar a Dios y amar a las personas» es la base de la educación cristiana y el fundamento central de todo aquel que quiera seguir a Cristo. No se necesita un doctorado para entenderlo, sino que es tan sencillo que una niña de seis años lo puede comprender. Un día después mi hija todavía recordaba esta importante lección. Espero que nunca se le olvide y que yo pueda seguir enseñándole, pero no solamente con mis palabras sino también con mi ejemplo.

Fuente:
Pastor Octavio Esqueda

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