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El Mayor de los Milagros

los Milagros

Y les preguntaron, diciendo: ¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora? Sus padres respondieron y les dijeron: Sabemos que éste es nuestro hijo, y que nació ciego; pero cómo vea ahora, no lo sabemos. Juan 9:19-21

QUIEN puede explicar lo que pasa en la vida de una persona convertida? Nadie. ¿Sabes por qué? Simplemente, porque la conversión es un milagro, y los milagros no son para ser entendidos, sino para ser aceptados.

La conversión de una persona, sin embargo, es el primer paso en la carrera cristiana. Ningún cristiano podrá ser feliz y disfrutar realmente de las maravillas de la salvación si no pasa primero por el milagro de la conversión.

La carta que tengo en mis manos dice así: “No sé exac­tamente por dónde empezar. Sólo sé que mi mente ya no puede soportar más. Estoy perdida, sin saber qué hacer. Salí de casa en busca de una vida mejor, pero quedé em­barazada, tuve a mi hijo y lo dejé con mi madre para vol­ver a esta ciudad. Sufrí mucho, hice de todo para sobrevi­vir con dignidad. Trabajé como sirvienta, doméstica, ven­dedora, en fin, de todo, hasta que un día fui atropellada en la calle e inconsciente vine a parar al hospital. Salí de allí sin tener adonde ir. Siempre fui soñadora; quería es­tudiar, cursar enfermería y ser útil a las personas, pero nada salió bien en mi vida.

“Un día me vi recortando en el periódico anuncios de acompañantes de ejecutivos. Después, pasé a trabajar en un sauna para hombres y acabé vendiendo mi cuerpo en una boite. Me enamoré del dueño y todavía sufrí más. Explotada y humillada, aprendí a lidiar con las personas que frecuentaban la sala de baile, y comencé a perder el respeto propio y la dignidad. Quedé embarazada por segunda vez, pero esta vez provoqué un aborto. Hoy, mi vida es un infierno. Tengo que beber y hacer que los clientes beban para dar ganancias al dueño de la boite. Otro día me emborraché terriblemente y quedé en coma alcohólico. Una colega me socorrió. Pocos días después me volví a emborrachar, una vez tras otra, hasta que mi colega me gritó y me dijo que si yo volvía a beber por causa de aquel hombre, ‘el dueño de la boite’, ella no me ayudaría más.

“Aquel día pensé en lo que estaba haciendo con mi vida, y cuando llegué a casa, desesperada, sola, prendí la radio y usted estaba hablando. Cada palabra que decía penetraba en mi corazón, y las lágrimas salían sin parar. Pero a través de su mensaje yo entendí que a pesar de lo que soy, Dios todavía me ama. Hoy de mañana vine a asistir a la cruzada evangelística que usted está teniendo en el estadio. De madrugada, cuando salí de la boite, fui a dormir con un cliente y hoy temprano le pedí a él que me dejara en la puerta del estadio. Había oído en la radio que usted estaría predicando allí, y yo estuve en medio de miles de personas. ¡Ah, pastor, cómo temblé! El Espíritu de Dios sacudió mi vida. ¿Hay esperanza para mí? ¿Existe una salida?”

Si un día los padres de esta chica la viesen volver a la casa completamente transformada, con seguridad reaccio­narían como los padres del ciego de la historia bíblica. Los fariseos los llamaron y dijeron: “¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?”

Eso significa una media vuelta completa en la vida de una persona. Salir de la profundidad del pecado para subir a las elevadas montañas de la rehabilitación, no es obra humana. Sólo es posible gracias al poder transformador de Jesucristo.

¿Hay esperanza para mí?, era el grito desesperado de aquella chica. ¿Existe una solución, una salida? Existe, sí. Mira lo que dice San Pedro: “Por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia” (2 S. Pedro 1:4).

¿Entiendes, amigo mío? Dios está prometiendo damos una nueva naturaleza que le gusta amar a Dios y se deleita en la obediencia. Eso es conversión. No hay nada que po­damos hacer por nuestras fuerzas, para cambiar nuestra vida pecaminosa.

Pero si clamamos a Dios desde el fondo del corazón, y decimos: “Señor, soy malo, nací en pecado, me gustan las cosas erróneas de esta vida, pero necesito de ti. Opera un milagro en mi ser, transforma mi corazón”, con seguridad él nos oirá y nos dará un nuevo corazón capaz de amar.

El peligro que corremos en la vida espiritual es pensar que porque cambiamos de iglesia o de doctrina, fuimos convertidos. Cuando Dios cambia a una persona, primero la transforma por dentro, limpia los rincones más ocultos de la vida; higieniza la mente, nos da un nuevo corazón.

Estaba realizando una cruzada evangelística, cuando tuve una conversación con una señora cuyo marido se ha­bía suicidado hacía un mes. Me contó su historia. “Pastor —dijo—, hace casi 20 años que conocí la verdad y mi vida cambió. Dejé de fumar y de beber; de ir a fiestas y de usar joyas; de comer esto y de hacer esto otro”. Ella habló de todas las cosas que había dejado de hacer porque las consideraba pecado. Era una lista interminable. “En la época en que yo acepté a Jesús —continuó—, mi esposo no quería saber nada de la iglesia y yo no lo dejé sencilla­mente porque él me dio libertad para seguir mi nueva fe y no me puso ningún impedimento. Al fin y al cabo, era un buen marido, padre ejemplar, trabajador y no tenía vicios. Pero hace tres meses me confesó que me había sido infiel, y quería que yo lo perdonase. Pero yo no lo perdoné. El suplicó, lloró, imploró, se arrastró, pero yo no lo perdoné. ¿Por qué lo perdonaría si yo siempre le había sido fiel y ahora él traicionaba mi confianza? Estuvo detrás de mí suplicando perdón durante dos meses, y hace un mes atrás no resistió: tomó el revólver y se suicidó”.

¿Ves? Aquella mujer dijo que el Evangelio había cam­biado su vida, pero fue incapaz de perdonar a un marido arrepentido que vino a ella y le abrió el corazón. ¿Qué cambio había hecho Jesús en su vida? ¿Joyas? ¿Ropas? ¿Bebidas? ¿Cigarro? ¿Fiestas? ¿Es sólo para eso que Je­sús vino a este mundo? Jesús no anda poniendo “curitas” por ahí. El quiere curar de verdad; él limpia por dentro, higieniza la herida infectada, remueve el pus, genera nue­va vida.

Nadie piense que un simple cambio de comportamiento exterior es conversión. De nada sirve poner una piel de oveja al lobo. Es necesario transformar al lobo en una oveja de verdad, y eso sólo puede ser hecho por Jesús.

Cuando él estaba en esta tierra, le llevaban los leprosos, con las carnes cayendo en pedazos y él los sanaba. Hacía andar a los paralíticos, abría los labios de los mudos y hasta resucitaba a los muertos.

Un día, encontró al ciego de nuestra historia. El miserable hombre creyó en el poder transformador del Maestro. La criatura confió su vida al Creador y el milagro aconteció. Sus ojos se abrieron, y el ciego vio. El mendigo dejó de ser mendigo. Un nuevo día comenzó para él y la gente no podía creerlo.

“¿Es éste vuestro hijo…?”, preguntaron los fariseos a los padres del muchacho. “¿Cómo, pues, ve ahora?” ¿Qué misterio es ese? Y los padres demostraron estar tan perplejos como los líderes religiosos. “Sabemos que éste es nuestro hijo, y que nació ciego; pero cómo vea ahora, no lo sabemos”, respondieron.

¿Quién podría saber? Nadie. Los milagros no tienen explicación. Sólo pueden ser aceptados.

William abandonó la casa paterna cuando tenía sólo doce años de edad. Salió por el mundo en busca de “realización”. Se sentía oprimido, casi asfixiado por los consejos paternos. No quería fronteras para su vida, no quería límites, ni reglas, ni horarios para entrar o salir de casa. Huyó en busca de “libertad” a fin de conocer “todo lo que la vida ofrece”. Al comienzo todo fue fantástico y maravilloso. Nuevos amigos, nuevas sensaciones. Sin notarlo fue sumergiéndose peligrosamente en las aguas turbulentas de los vicios: cigarrillos, bebidas y drogas, hasta que un día la cuerda reventó. Fue herido de bala por la policía y acabó en la prisión. Solo, en una fría celda, vio pasar el tiempo y pudo reflexionar en su insensatez. Hacía años que no sabía nada de sus padres y hermanos. ¿Por qué había huido de la casa? ¿Había valido la pena transitar por caminos tortuosos? Tuberculoso, con la salud quebranta­da y con sus sueños cayendo en pedazos, se preguntaba si habría alguna salida para él. ¡Tenía vergüenza de que sus padres descubriesen su lamentable estado! Viéndose aco­rralado y sin salida, se resignó a ir languideciendo poco a poco en aquella cárcel.

Cierto día, un grupo de jóvenes cristianos iniciaron un trabajo de evangelización en la cárcel. Fue así como Virgilio, uno de los jóvenes que visitaba la prisión, encon­tró a su hermano William después de muchos años. Con amor, le habló de Jesús, del poder del perdón y de la transformación que Jesús puede hacer. “Hay tres pasos que tú necesitas dar —dijo Virgilio—; primero, reconocer que necesitas de ayuda porque eres un pecador y no puedes cambiar de vida. Jesús no puede hacer nada por quien no reconoce que necesita de salvación. El médico puede darte la mejor receta del mundo, tus amigos pueden comprar los remedios, pero todo eso de nada sirve si tú no reconoces que estás enfermo y que precisas tomar el remedio.

“En segundo lugar, reconoce que tú no puedes resolver tus problemas. ¡Mira adonde llegaste por seguir tus pro­pios caminos! Tú solo, estás perdido. Necesitas de Dios.

“Tercero, reconoce que Dios puede cambiarte. El transformó a tanta gente en el mundo; él recuperó a los irrecuperables, no hay nada que él no pueda hacer si tú se lo permites. Cree en su poder transformador”.

William tuvo una lucha en su corazón. Decidirse en favor de Jesús nunca ha sido fácil, y Dios muchas veces ha permitido que las personas lleguen al fondo del pozo, porque sólo allí reconocen que Dios puede socorrerlas. El Espíritu de Dios llamó insistentemente y finalmente el joven presidiario cayó de rodillas clamando por la ayuda divina, y en aquel instante Dios lo tocó y transformó su vida.

Es eso lo que Dios está dispuesto a hacer por ti. Su poder es infinito, pero en este momento está a tu disposición. Basta que tú lo aceptes. No importa si los demás no comprenden lo que está pasando contigo. Ni siquiera si está todo claro en tu mente. Lo que sí importa, es que tú tengas conciencia de que tu gran necesidad no es apenas “mejorar”, sino ser hecho de nuevo, una nueva criatura con una nueva naturaleza.

Fuente:
Pastora Elsie Vega

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